jueves, 11 de marzo de 2010

Focault tuvo la culpa.


Leí de nuevo a Rulfo. Y anticipadamente sé lo que ésta afirmación implica, no por la afirmación misma sino por la verdad del hecho que la sustenta. Leerlo nuevamente trae la duda intrínseca de mis cimientos, y de los ojos con los que he visto el mundo. Leer a Rulfo debiera ser una experiencia que no esté al alcance de cualquier mano -sin que un afán iniciático se apodere de éstas palabras- sino de aquella que esté plenamente conciente de lo que hace. De antemano habría que conocer las concecuencias, y que uno se induce a una muerte preciosa, suave e inmensamente poética, más poética que cualquier cosa en sí misma.
Conocedor de que, por principio todo aquello que me rodea, la estructura del mundo que me tocó pisar, está atravesada por las más estrambóticas prácticas, me sumergí en esta disciplina para observar las cosas con sospecha. Focault había insistido en la necesidad de separar los saberes, y de identificar la naturaleza de éstos mismos para dejar de llevarnos por el peso de uno u otro: cada cual posee una raíz distinta, sin un punto de comparación entre sí. Pero Rulfo mata. Focault me inunda de una aparente felicidad, la alegría que da encontrar la respuesta -temporal, eso sí- de un enigma atormentador, pero Rulfo lo hace patente, doloroso, sublime. Leer a Rulfo y confronta mi realidad con otras que viajan atemporales entre las páginas, hace que tome conciencia plena de la caducidad de mis propios saberes y, con ellos, de mi propia existencia. Leer a Rulfo te lleva a caer de lleno en aquella frase josealfrediana que reza : "La vida no vale nada".
Al menos hasta que se nos olvide, y tengamos que leer a rulfo de nuevo.

P.D. con ustedes. Mister Marinetti

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