viernes, 24 de agosto de 2012

Desdén



“I am an antichrist”

Sex Pistols


 El odio ensombrecía su mirada toda vez que la observaba acercarse hacia él: la cadencia de sus caderas, el suave meneo de sus senos, y una boca grotesca de tan grande, le provocaban un ardor en la sangre ,como si de pronto no fuera sino magma apretujando las vísceras de un volcán a punto de reventar. Casi todas las mañanas, cuando abría las puertas de la capilla para que los feligreses entraran a la primera misa del día, la veía caminar a lo lejos, con la decisión de quien ha aceptado un destino sin reclamo alguno. La imagen se repetía en su memoria hasta que ésta quedaba exhausta. Por las tardes, cuando las obligaciones en la capilla terminaban, se consumía meditando en cómo, en algún momento de su juventud, había tomado la decisión de consagrarse a la religión, en qué absurdo instante había pensado en la religión como su vida. “El amor de Dios lo llena todo”, escuchaba día con día en el seminario mientras asistía, como para recordarle que estaba ahí para consagrarse a una vida de privaciones. Sin embargo, cuando la miraba llegar, con sus diminutas faldas, sus tacones altos, y ese olor intenso a perfume, imaginaba su vida sin Dios, imaginaba qué hubiera sido si, en la bifurcación más importante de su vida, hubiera escogido el camino del placer. Y en ese instante sentía que las ropas le estorbaban; la sotana parecía un enorme silicio constreñido a su cuerpo, hiriendo cada centímetro de su deseo. Y volvía a odiarla, odiaba su dicha, su forma de burlarse del destino que él diligentemente había escogido para sí, odiaba también esa cínica manera que tenía de recordarle que Dios no tiene sexo con los mortales. No obstante, la última palabra la tenía él –escogido por Dios para dirigir a una congregación- y entonces buscaba siempre la manera de convencer a sus feligreses de que la perfidia es el pecado mayormente odiado por Dios, que no habría porqué soportar una oveja negra en una comunidad tan pura, tan temerosa de Dios nuestro señor. De que solamente lograrían la salvación expulsando a los lujuriosos y pecadores. Y entonces la gente, inoculada con el discurso del sacerdote, llenaba de menosprecios a la pecadora, esperando que abandonara su morada. Hasta que un día, el sentimiento que el cura había albergado por tantos años, fue apaciguado –mas no extinto- con la desaparición de la prostituta de la colonia.